Ni la mentira ni la verdad han beneficiado nunca al escribano, pero no ha hecho como los pícaros que gaguean o parpadean antes de elegir una de las dos con las que pueden beneficiarse.Ambas para ellos son somníferos con las que duermen a los demás.Si el escribano tiene que decir algo en el recinto más solemne del mundo: el Vaticano, lo dice y punto. Mi filósofa china preferida y santa madre, la Vieja Emperatriz (que era una especie de Carlos Piantini haciendo señas y musarañas con manos, dedos, cejas, hombros, hocico, miradas y cualquier recurso mímico para que no se dijera algo que evidenciara a un familiar cuando había “moros en las costas”), a veces sacudía al escribano por los hombros con fuerza y le daba un pescozón por la boca, acompañado de: “¡Siempre te he dicho que la verdad no se dice en todas partes, porque por ella crucificaron a Jesucristo!”.En los años que tiene de vida, más de una vez el escribano se ha levantado y dicho delante de todos: “Me voy, porque quien lo dijo…